Cometierra o la disputa del imaginario
Cometierra o la disputa del imaginario
Diego L. García
Boca
sucia, pequeña hechicera…
Indio Solari, “Una piba con la remera de Greenpeace”
Leí Cometierra de Dolores Reyes (2019) un poco tarde, recién ahora en
2024 cuando llegó a la escuela con la colección Identidades Bonaerenses, un hermoso
proyecto del gobierno de la provincia. Sin dudas, se trata de una obra que por
muchas razones dejará una huella en la literatura nacional. Y sé que esa
apreciación será carne de crítica fácil tanto para quiénes se aferran a un canon
que ya no permite lecturas, como para
aquellos que eligen leer los tuits del bot de moda como literatura. Sobran
argumentos para pensar esta novela desde las tensiones más poderosas de este
tiempo, como una escritura que amplía el horizonte de expectativas desde lo que
Miguel Dalmaroni ha llamado las “energías excedentarias” (Dalmaroni, 2017).
En una de las primeras páginas
dice “…empecé a comer tierra por otros que querían hablar”, ¿a cuántos otros/as
estamos dispuestos a darle voz? Las metáforas sostienen el tejido de una
narrativa porosa y (un concepto que me parece ajustado) analógica. No sólo por
la época y el ambiente ficcional sino porque su lectura exige buscar entre
líneas y demorarse más de lo que el sujeto-híperproductivo de este tiempo puede
permitirse, no por la extensión de sus capítulos, sino por su esencia poética. En
palabras de Dalmaroni, por su “potencia poiética”. Los conceptos que tomo de
este autor, los transplanto de sus análisis de Manuel Puig, Ariana Harwicz y Julieta
Noveli. Cometierra entra, desde mi
punto de vista, en esa misma línea, como un artefacto capaz de “teatralizar” (con
los efectos sociales y humanos que expresa ese término) un momento del espíritu
colectivo. La vida común, las piezas de las identidades, la cúpula de látex de
la cultura que envuelve lo anterior, todo ello puesto en el juicio de la
escena. De ahí que requiera el detenimiento como una participación activa del
lector, un respirar profundo para salir del carril.
“Tenía muchas ganas de tomarme una cerveza. Respiré profundo, todavía
sentía la tierra en la boca, pero no volví a cerrar los ojos. Miré de frente la
noche a través de la ventanilla del bondi. Largué el aire despacio mientras
pensaba, de nuevo, en la tumba de mi vieja, en la de al lado, en Ezequiel y yo
escabiando como si se acabara el mundo” (p. 173).
No resulta casual el vínculo
de la novela con el espacio escolar, que aparece a modo de caleidoscopio: cada
cristal ofrece una parte del conjunto ilusorio. Ilusorio o, más bien,
espiritual. La idea de kalos, la
belleza, funciona como construcción de un refugio o paraíso perdido. A lo largo
de la novela pensé en el texto ya clásico de Silvia Duschatzky, La escuela como frontera (1999); allí la
autora repiensa los límites ese espacio tan especial para la conformación de
las identidades:
“La escuela como frontera es la escuela del “otro lado”, pero invertido.
El “otro lado” desde el punto de vista del pensamiento moderno es la cultura de
la periferia, la del sentido común, la de los saberes experienciales, la de la
proxemia, la “no autorizada”. Pero para los sectores del margen, el “otro lado”
son todos esos lenguajes y soportes que no participan de su cotidianeidad pero
sí de un imaginario con el que quisieran fundirse” (p. 77).
La escuela está presente todo
el tiempo, una escuela –políticamente- mujer (la seño Ana, la chica del Walter,
sus fronteras cavadas por el femicidio). Y ahí, en esa zona donde la lengua
prohibitiva (y amorosa) no encuentra, en principio, un cauce hacia su realidad,
es el dolor lo que hace cicatriz, relieve. Puntualmente, el lenguaje del dolor,
ese que expulsa a la protagonista y la conduce al extrañamiento. Esto, sin
dudas, es lo que incomoda (e incomodó, quedó clarísimo) a quienes esperan
dominar lo decible y lo pensable por mera ostentación de poder y dinero: es ahí
mismo donde la literatura se define como antítesis de la lengua reproductora.
¿De qué? Tanto de la lógica de mercado como de la hegemonía patriarcal, sin
escalas, como un enlace directo y retroalimentado, del status quo y de la
violencia antidemocrática (anticomunitaria). Es esa la fibra que toca esta
novela. La madre reconstruye los animalitos de cristal que el padre, cuando “le
pintó la locura”, rompió en pedazos; la paciencia para recomponer, el amor en
los intersticios de la demanda violenta del mundo (el problema con los animalitos
de cristal era que había gastado dinero en ellos), la mirada adelantada para
comprender y dar respuesta: sí, el ella de lo común, cosiendo las heridas de la
sociedad.
“Una vez le pregunté qué estaba estudiando y me dijo que algo de
Historia para dar la previa. Me leyó un rato. Leyó un montón de cosas y yo la
escuchaba porque me gustaba oírla hablándome. La chica del Walter tenía ahora
un tapado negro tan finito como el otro. Se debía cagar de frío igual que yo,
pero le quedaba hermoso” (p. 95).
El imaginario de la Historia a
la que sin saberlo está interpelando ese personaje. Ella(s), imbricadas en una
ficción-creadora de lo disidente, como en ese poema de la genial Tamara Kamenszain:
“Se interna sigilosa la sujeta / en su revés, y una ficción fabrica / cuando se
sueña”. Las visiones desde esa envoltura de plena oscuridad, esa materia
primigenia que da lugar a las verdades, es otra forma del sueño de la justicia.
Así, cuando pienso en “lo disidente”, evoco como contracara las barreras que
debe saltar la protagonista para poder narrar algo, ¿la Historia, acaso un pedacito de sus mínimas verdades? ¿Su
historia como “sujeta” de todos los reveses? El revés de la escuela (la seño
muerta, la lectura de soslayo, la frontera latente), el revés de la economía (“Me
pareció que los chetos podían hacer eso, meter en una lata un montón de plata y
chocolates y plantártela en la cara para que digas que sí, aunque no quieras”,
p. 28), el revés del deseo (“Las únicas mujeres que había en el lugar éramos
Miseria, yo y las otras pibas que habían venido con nosotras. El resto, todos
tipos, que no paraban de mirarnos”, p. 152), y otros tantos aspectos (podríamos
hablar de la moda, los consumos, la ley, la familia, la ternura, el trabajo, múltiples
reveses puestos en juego).
Hay una frase en el capítulo 39
que imprime con belleza aquella analogía referida párrafos antes acerca de lo
teatral: “No solo el amor acelera el ritmo cardíaco, también la música”. En esa
aceleración dionisíaca, se corre la pasividad de la muerte y la injusticia, se
mira al otro lado, se cruza al margen
“no autorizado” para que la literatura pueda discutir con y desde todo. Para
que la literatura sea una potencia creadora de nuevas realidades.
Bibliografía
Dalmaroni, Miguel (2017). “La literatura y sus restos. El excedente
infinito”. Bazar americano, X (63),
pp. 1-3.
Duschatzky, Silvia (1999). La
escuela como frontera: reflexiones sobre la experiencia escolar de los jóvenes
en barrios populares, Paidós.
Reyes, Dolores (2019). Cometierra,
Sigilo.
Versión en PDF:
https://drive.google.com/file/d/1YrfHwadxXOBzpzi9BmOEsNS4TteELy6H/view?usp=sharing
diegogarcia.letras@gmail.com
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