La fantasía final: Acerca de Las cosas inútiles de Martina Cruz
La fantasía final: Acerca de Las cosas inútiles de Martina Cruz
(Santos
Locos, 2024)
Vengo leyendo en este tiempo
algunos libros de autorxs nacidxs en los 90 (o después) que me tienen
fascinado. Algunos de ellos como JJ Romero, Fran Bariffi, Valeria Mussio,
Eduarda Rocha y Martina Cruz componen una idea contundente de lo poético en el
presente. Las viejas preguntas siguen y seguirán, ¿lo coloquial, lo barroco, el
yo presente, el yo diseminado, el efectismo, la cámara desplazada? Desde las
poetas chinas de la dinastía Tang a los beats, desde lxs hijxs del
neoliberalismo a las vertientes folklóricas, en todas las posturas se reciclan
las preguntas esenciales. El comentario viene para resquebrajar ciertos juicios
perezosos sobre las poéticas contemporáneas que apelan a un registro simple
como primer plano.
Las cosas inútiles de Martina Cruz (Temperley,
1997) pone una barrera política muy clara a esa crítica: “Ya no pienso que un
poema pueda salvarme. / El poema es una cosa inútil. / A mí siempre me
obsesionan / las cosas que no sirven para nada”. Vida y escritura, amor y
confusión, desde los epígrafes (de Estela Figueroa y Fabián Casas) este libro
nos pone a pensar en nuestras definiciones sobre esas cosas que conforman una vida. Cosas ¿simples? No lo creo, aunque sí
normalizadas y hasta a veces desatendidas. Las transitamos, las atravesamos
desde la sensibilidad que se puede, las valoramos como éxitos o fracasos, pero
pocas veces las desarmamos en palabras.
Hay un poema de la escritora
norteamericana Marie Howe que siempre me gustó mucho y que me volvió a la mente
durante esta lectura. Se titula “Lo que hacen los vivos” y comienza así: “Johnny,
la pileta de la cocina hace días está tapada, algún cubierto probablemente cayó
por ahí. / Y el Drano no funciona, huele peligroso, y los platos sucios se han
ido apilando // a la espera del plomero que todavía no llamé. Eso es de lo que
hablamos cada día (…)” [trad. propia]. Tomando el título de este fabuloso poema
(traducción completa en: https://lecturas-margendelpoema.blogspot.com/2024/10/traduccion-lo-que-hacen-los-vivos-de.html), podemos concluir que lo
que hacen los vivos es hablar: decir la vida, los elementos y conflictos que
hacen a su textura; traducir sus revelaciones, sus piedades, sus bellezas.
Pasar por el lenguaje (ver el final del poema de Howe: no sólo recordar con el
corazón), pasar por la imagen que en estos casos, Howe y Cruz, está hecha de
palabras. El aliento vital se pega como las gotas de humedad al vidrio de las
voces. Hay otros y hay tiempos que caben en ese dibujo antes de desvanecerse
rápidamente.
“Mi mamá mentía. / Volvíamos
caminando de la estación de tren / comprábamos pan, leche, fideos / charlábamos
de películas / de las cosas que pasaban en la escuela. // Cuando mi padre
indagaba / ella simplemente: / volvimos
en colectivo. // Le pregunté: ¿por qué haces eso? / Durante casi toda mi
infancia ella estuvo incómoda / él apenas la escuchaba / me respondió: / quiero que algo sea mío”.
Las películas de esas
conversaciones no son tan diferentes de la película del poema. Creo que el cine
y la poesía son dos géneros con muchos elementos compartidos. La posibilidad de
exponer detalles y recortes de esos detalles en una secuencia que no necesita
la linealidad hace que lo dicho sea imagen y viceversa. Las cosas: las cosas
que pasaban en la escuela y las cosas que compraban; alimentos sencillos, sin
lujo, poco metafísicos para cierta mirada de la poesía (O no: ¿qué más materno
que la leche y el trigo, más bendito, más elemental, más simbólico? –véase, por
ejemplo, el claroscuro junguiano de la madre que bien se trasluce en estos
poemas). La relación con los padres que el sujeto poético femenino va
desarrollando, es a su vez una relación con la lengua.
“Vimos las olimpiadas / en
pleno invierno / con mi papá desempleado / la televisión de aire fallaba /
mostrándonos de a fragmentos / esa gente que enfocó toda su vida / en una sola
cosa / para que nosotros podamos ver / lo que es tocar un sueño / desde una
casa que se derrumba”.
Es la belleza de aquello que
funciona a medias y que por ello no nos pertenece del todo. La TV y los padres,
la imperfección que sale de lo estándar (lo que sería más terrible aún) y lo aviva. Esa lejanía olímpica es lo que
vuelve al asunto un álbum de estampas memorables. Cuántas veces se ha pensado y
discutido ese vínculo del poemario con el álbum. Desde los usos intencionales a
las colecciones sin hilo argumental, la memoria de ciertos acontecimientos puja
muchas veces por ocupar la forma “poema”. En ese trayecto hay muchas veces en
que la cosa queda a medio camino y otras en que la ocupación termina por barrer
hasta el último vestigio estético del asunto. No creo que este libro sea un
álbum, pero sí pone en juego algunos de sus recursos, por momentos de manera
irónica: “No me voy a olvidar de vos / ni de esta noche / aunque no la
escriba”. El blanco está –como en lo que no entra en foco- en lo que se guarda
y desecha. Hay un plano de la poesía para unx mismx, una (fotografía) en el
paréntesis personal. ¿Habrá quejas de los lectores? No puede haberlas de las
cosas inútiles.
“Lo tuve claro desde chica. /
Voy a escribir, voy a ser horrible. / Me aterra y me tranquiliza: / en la
mentira es en el único lugar donde estoy completa. / La literatura es el último
fortín / donde no tengo vergüenza”.
El no tener vergüenza puede
leerse como el abandono de los mandatos. Patriarcales, morales, económicos
entre los tantos que recaen sobre el sujeto de este tiempo. Es una actitud
rockera pero también rimbaudiana: “l’enfant gêneur” que nombra en el poema titulado,
justamente, “Honte”. Ser la niña molesta, el estorbo, en el fortín final de lo
sentimental. ¿Ya no se habla de lo sentimental? Ahora es preferible, menos
vergonzoso, hablar de trading, NFT y toda esa bola de nada por la que desfilan
los niños disgustados con la sopa (también los viejos, disgustados con la sopa
que no hicieron). Me gusta esa postura: ¿qué es de la poesía cuando la
vergüenza domina el acto? Copia, un diálogo de diplomáticos tratando de quedar
bien, voceros de estéticas ya fenecidas. Como bien lo sabía el poco simpático
de Arthur, la verdadera rebeldía está en ser horrible. Ojo: pienso en una
rebeldía literaria, que no es poco, sino que es, para muchos, la vida. No en el
show de los tatuajes locos de Instagram. El yo literario no tiene nada que ver,
en ninguna de sus formas, con esa obsesión por ser espiado en el retrete (linda
palabra).
“arreglás el modem para que
se vea bien el partido / vas a alentar aunque no sea tu camiseta / estoy muy
drogada / tenés puesta una remera que dice lost fantasy / no nos veíamos hace
cuatro años / no sé si estoy triste”.
Ese texto es parte de una serie titulada “Lost fantasy”, dividida en cinco estancias. Me interesa mucho que ese título surja del estampado de una remera. No hace falta explicar que los mensajes aleatorios inundan el paisaje humano con inscripciones entre absurdas y banales. Tan absurdas y banales, a veces, que me parecen geniales. Como en este caso, en que el significado de esa vestimenta se incrusta en lo sensible que irradia la escena. Bien podría ser el nombre de una banda punk (me lo anoto), o el subtítulo de una adaptación de Peter Pan. De hecho, si lo googlean, es el título de un videojuego RPG con reminiscencias a la clásica saga Final Fantasy nacida en 1987. Este último, paradójicamente con una serie ya de 16 entregas, tomó su nombre por ser el último intento creativo de Hironobu Sakaguchi cuando ya pensaba en retirarse de la industria. En el poema citado antes, las fantasías perdidas tampoco parecieran ser las últimas. Más bien un tramo reducido a la sintonía de un televisor o a una noche que se estira (en el resto de las estancias) lo que puede estirarse una noche. Aparecerá en esos últimos versos la idea del error, del hablar sin que se entienda, como una falla en el modem humano. Fallas, desechos, fugacidades y fugas. Todo lo que lleva este libro de Martina Cruz es lo que necesita una escritura para ser congruente consigo misma; ser una propuesta con suficientes pliegues para molestar.
Diego L. García
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