La ternura y la sed: Acerca de La edad dorada, de Diana Bellessi
La ternura y la sed: Acerca de La edad dorada, de Diana Bellessi
Unas viejas notas en lápiz dicen: Piqueteros, 2003, Vía Crucis, joyería de la carne, el más desacertado
corazón: entrar al mundo de Bellessi, desde este libro, es una experiencia
interminable, como un abrazo luminoso del que uno no quiere desprenderse.
En estos días pensaba que escribir sobre literatura
por fuera de la academia tiene una única ventaja: no tener que ocultar mi
vínculo personal con cada libro. Nada menor, después de todo ¿no es una cadena
humana el fondo de este asunto? Jugar a no estar presente puede estar bien para
algunas cuestiones, pero no cuando la experiencia desborda. Compré esta edición
de Adriana Hidalgo (más tarde lo reeditó Caleta Olivia) pocos años después de
que se publicara. Años en que recién descubría a las y los poetas
contemporáneos y me permitía capturar algo del arte de escribir poemas en
primeras anotaciones. Sería 2005/06, la vida era otra y la “edad dorada”
también.
Si bien cada tanto lo releo, no recordaba que en la
página 70 había puesto un boleto de colectivo cuyo valor dice “$1.50”. Sí
recuerdo las impresiones que tuve de esta lectura en aquel entonces: una
fascinación por el ritmo, por el trabajo con las métricas, por la dulzura
tentadora de ciertas palabras y combinaciones, por el mapamundi de Bellessi tan
rico que impactaba. ¿Cómo no detenerse en la escritura de una poeta si en la
contratapa dice que “recorrió a pie el continente”? Yo, que he viajado muy muy
poco, atribuí a esa experiencia, llena de perfumes cual poema de Kavafis, la
riqueza del ritmo y sus texturas. En la misma página 70 leo “…mi piedra es el
poema”. El templo, la casa, la conexión. Lo sagrado (una de las genialidades de
la autora) no obtura lo corporal.
Tampoco lo social. Tampoco lo amoroso en relación al
mundo: “Nada es infinito en / lo viviente, de ahí su sed”. Copio un poco más
para que se aprecie lo rítmico que señalé antes: “Pero eterno sí, lo da / la
condición de haber / vivido, tu sombra y aura / mi señor, esa música / donde el
ritmo ordenas, / nostalgia de lo tenido / y de lo que nunca hemos / tenido
allí. Ahora sí, / amiga mía en tus brazos / te dejaré ir”. Ahí termina el
poema, titulado “Si yo pudiera…”, sin punto final (sin cerrar la escena, sin
clausurar el caminito). Leerlo en voz alta es entrar en un trance. Me gusta
hacerlo y encontrar enlaces al interior de los versos, trucos en esos
encabalgamientos extraños y resonancias que vuelven más tarde a buscar sentido.
El país necesitaba sentidos después del terrible pasaje de milenio que habíamos
tenido. Y la poesía, desarmando la violencia de una lengua que se había vuelto
grito desesperado, tenía una reserva de ternura salvífica.
*nota: No digo “ternura” como un gesto naif, sino como
aquello que puede estirarse para abarcar a todos, para no dejar afuera a los
caídos (en inglés se conservó más limpia la raíz indoeuropea ten- como tender, estirar). Y no digo “salvífica”
como si creyera en el poema como un rito superior, sino como una balsa en medio
de la nada, un pedazo de madera, un espacio para habitar (¿para okupar? Por qué no).
“¿Está mal? ¿Es tarea equivocada / bordar la página
capturada siempre / por un detalle del monte o del jardín?”. Esas preguntas
fueron y son un golpe despabilador. ¿Está mal? Que alguien responda que sí para
saber dónde están los jueces que cortarían las alas de lo nuevo, de lo que vendría a movilizarnos, lo sediento. Después uno se iría dando cuenta que es tarea de años
(muchos) comprender quiénes responden (día a día) que sí. La pregunta del
sujeto es directa, hiere, entre otros, a la literatura que juega a conformar,
que existe para ser recibida. Puede que sea uno de los mayores desafíos para
quien procura escribir: lograr salir de los otros, encauzar el deseo verdaderamente
propio.
“sufridos, sombreados rostros / bajo sudor y fuego de
hogueras / encendidas en la cruz que corta / las carreteras. Nosotros // somos,
dicen, aún seremos / las gemas brillantes de lo humano / alzadas en medio del desecho”.
No recordaba puntualmente estos versos (parte de “Piqueteros”). La forma
cortante del decir (una marca reconocible de la autora), fracturada para que el
ritmo tome relieve, trae una imagen de la esperanza que resulta sublime. Las
gemas brillantes de lo humano / alzadas en medio del desecho… ¿qué más agregar?
Basta con apreciar ese diamante semántico.
El desecho sería un tema fundamental en la poesía
argentina de este siglo. Abrir el paño de lo posible, incluso (lo más difícil
de leer) del desecho conversacional. Aquello que tiene lugar en dos planos: el
funcional y su recorte para el montaje. Bellessi no transita esa frecuencia de
manera lineal. Arma su voz, y tiene elementos de sobra para ello. Sin embargo,
su brillo ayudaría a ampliar (pienso en las poéticas emergidas después de
aquella crisis) el querer decir de
los más variados estilos; poetas diferentes, pero siempre conscientes de que
nada está mal en el jardín de uno mismo. Una edad dorada, podría decir, que se
actualiza y no una desvanecida en el pasado.
Diego L. García
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